ACUARELAS

 Cuando yo tenía siete años, mi padre le abrió un hueco en la cara a mi madre, de un escopetazo, y después se metió el caño en la boca y se suicidó. Todo esto pasó como una película, en mi cuarto, y ante mis ojos. Podría dibujar, si quisiera, la trayectoria de la bala tallando el maxilar superior, diseñando el agujero central donde estaba la nariz, creando esa careta informe que iba a ser la cara de mi mamá para siempre. La sangre se disparó como loca hasta el empapelado de la pared y también sobre mis muñecos de Toy Story y sobre mí. Las esquirlas flotaban en el aire hasta que cayeron en el temblor del segundo escopetazo que se pegó mi papá. 

Pero no quiero dibujar ésto. 


Pinto cuadros näif. Uso colores pasteles. Pinto paisajes de montaña, también océanos y me animé un par de veces con pájaros. La vida fue linda después. Viví en lo de mis abuelos un tiempo hasta que crecí y me puse a estudiar bellas artes. Caminaba todos los días por el campus universitario, cargando mi carpeta gigante y una mochila llena de oleos y acuarelas. ¡Ahh! Las acuarelas. El mejor descubrimiento de mi vida. Mojaba el pincel en el agua incesantemente y creaba trazos dulces, a veces atormentados, le pasaba el pincel a Fernanda por la nariz, como una caricia.


Fernanda.


Nos conocimos el primer día de clases, creo. Me senté en el banco de atrás e inmediatamente pude oler su pelo. Shampoo de manzanas. Al día siguiente pude sentarme al lado. Ella me miró simpática, y me entrelazó en sus pestañas para siempre. Me moldeó en sus manos, me escarbó las oscuridades.

A las dos semanas ya vivíamos juntos. Alquilamos un monoambiente en la avenida Chacabuco. Nos gustaba caminar melancólicos por el cantero central mientras los autos nos pasaban como manchones de colores. Doblábamos en avenida San Juan, abrazados o de la mano, y terminábamos seguro comprando una Stella Artois para tomarla en vasitos de plástico sobre los muros de piedra de la Cañada. Cómo si fuese el living gigante que no teníamos. Mirábamos la gente pasar e imaginábamos las historias que los perseguían. Fernanda los miraba y los sanaba. Cómo a mí. No nos preocupaba para nada el paso del tiempo, comíamos de latas y pegábamos fotos de París con cinta scotch en la pared. Yo un día, dibujé un pozo oscuro, profundo. Al fondo del pozo yacía muerto, un niño. Fernanda le dió un lugar de privilegio en la puerta de la heladera, pegado con los imanes del Laverrap, de Dolce Neve y de Betos. A mí también me gustaba ese dibujo, pero no para tanto. Ella me decía que era una verdadera obra de arte, mientras se empujaba la punta de la nariz con la palma de la mano hacia arriba. Ya se había marcado una línea de tanto hacerlo. Le quedaba lindo, como las cejas gruesas y los ojos que me desnudaban. Hasta esa tarde que quedamos en encontrarnos en la Plaza Italia, para tirarnos a leer poesía. Llevé mi libro de Oliverio Girondo. Se lo iba a leer completo. Ella nunca llegó. La atropelló el bondi en Chacabuco y San Jerónimo. Me llamaron del hospital a reconocer el cuerpo. No me pareció que era ella con los ojos así, cerrados. Llevé ropa para vestirla. El cepillo redondo que estaba lleno de pelos vivos de esta tarde corría ahora por las lineas muertas.

También traje acuarelas.

Y le pinte una mancha turquesa en la nariz como seguramente, hubiese querido Fernanda.






Comentarios

  1. Impecable, mi querida. ¡¡Impecable!!

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  2. Por un momento me transportaste al movimiento romántico juvenil de Nueva Córdoba.Es una narración IMPECABLE!!

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