Julián
El mar me trae siempre el salado de su boca que nunca probé, el romper de las olas quizás sea mi furia contenida, mi impotencia de no tenerlo, el deseo que se volvía espuma blanca,etérea, absorbiendose en la arena de sus ojos.
Hace frío siempre que lo recuerdo, porque era invierno helado cuando lo ví, entré al aula y lo ví.
La sangre en las venas se hizo lenta y pesada, me puse pálida por la falta de circulación,supongo, los ojos abiertos, sin pestañear ante la imagen, mis trece años agolpados en un solo latido, en un sólo momento, la presencia de Julián Sanz, inefable en mi vida, desde ese ocho de agosto de mil novecientos noventa y tantos, no recuerdo, todos los detalles están difusos, imprecisos, callados porque la mente no engaña ni miente solo nos difumina las historias.
La cuestión es que él estaba ahí y yo también, pero no pasó mucho tiempo hasta darme cuenta que nunca me vería, que difícilmente conversaríamos de filosofía en la mesa de café de un bar de mala muerte, que no fumariamos ese cigarrillo escuchando Sui Géneris de fondo.
Claramente y con la poca luz de la mañana de invierno en el hemisferio sur, pude vislumbrar que él era todo lo que yo no soy, ni seré nunca, por mucho esfuerzo que le ponga.
No me costó ni un segundo saberlo inteligente, presentir la cultura que le emanaba por los poros, por los lentes que usaba avergonzado a mitad de la nariz.
El tono de su voz, profunda y al mismo tiempo disfónica, me estremecía la piel, me incendiaba el alma, me susurraba al oído los misterios del Universo, la explicación de la muerte, el sentido de la vida. Nada de ésto se apaciguó con el correr de los días grises, de las estaciones, de las ocho mil setecientas setenta y cinco horas cátedra que duró el secundario. Verlo caminar desgarbado, con su abrigo negro largo, seguido por los alumnos por los pasillos del Instituto, me disparaba ese gusto a sal en la boca, la saliva espesa, las ganas intactas. Todas las teorías que exponía me dibujaban las galaxias y la vía láctea, me indicaban las palabras que yo nunca le diría, las miradas que nunca adivinaría en sus pupilas aunque, a veces, lo miraba firme a los ojos, al iris color avellana, almendra, chocolate. Me gustaba la mueca en la mejilla, la comisura inclinada hacia abajo cuando se reía, las cejas levantadas de Julián cuando creía que lo que estaba diciendo era trascendente, y ese tic de acomodarse el armazón de los lentes con la punta del dedo anular, cosa rara, nunca ví a nadie hacerlo, solo a él, cuando decía verdades.
Con el tiempo descubrí que su revolución no era la mía, ni sus verdades tan verdaderas, ni sus ojos tan avellana.
Terminé el secundario pensando que había tenido al alcance de mis manos el destino que me había sido asignado. La graduación solo fue el escalón para salirme de su influencia, de sus palabras, de sus letras desordenadas, de la música que solo yo podía escucharlo cantar.
Diez años después pasaba, los días que no trabajaba, por la vereda del Instituto sólo para ver si podía mirarlo de reojo por las pestañas de las persianas de las aulas de planta baja, sólo para ver si podía escuchar su voz de eco de montaña, sus hipótesis rebuscadas que me dejaban pensando más de un siglo.
También diez años después me enteré que se casaba Julián. Esa noche, lloré desconsolada debajo de un sauce viejo en un parque de la ciudad donde vivíamos, lejos, muy lejos del mar.
Muy bueno me hizo recorrer mis años de secundaria
ResponderEliminarLindo!!!!
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